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De pronto siento que volví a esa etapa en que alguien te decía: "no, te vas a caer" o "no, eso te hace mal", "cuidado, no vayas para allá", como cuando uno era chica y estaba recien saboreando el peligro. Ante cualquier estupidez que esté a punto de cometer, algo sucede para advertirme, sin embargo reacciona el kamikaze interior y no escucho. Nunca escucho y sigo. Cuando ya es demasiado tarde y la culpa y el remordimiento reinan, ahí llega el angustioso momento de atar cabos mentales y pienso: "Ay, si yo sabía... eso era una señal!".

Pero yo colecciono señales y "te-lo-dijes"; es parte de mí y a estas alturas ya no me puedo rehabilitar, aunque las lea tardíamente. Esas frases que tanto escuché cuando aprendí a caminar, ahora me las repito a mi misma, pero porfiada como soy, no me hago caso y reincido. Nunca soy la heroína de mi comic.

Luego, viene la fase más compleja; la única que mitiga la frustración del arrepentimiento, la más dañina de todas: comprar. El placer que causa es literalmente indescriptible y dura hasta que veo la boleta o se me ocurre visitar la web del banco. Se cae mi mundo real, pero no importa porque tengo cosas nuevas, aunque me faltan las ocasiones que imaginé en dónde las usaría. Me prometo que ordenaré el closet y voy a regalar la ropa que ya no estoy usando (llevo años repitiendo lo mismo, como si fuera a justificar la "inversión"), pero cajas de zapatos con el precio en la suela ya no caben, y las etiquetas cuelgan burlónamente para restregarme en la cara mi falta de control.

Existen sólo dos cosas que me hacen aterrizar brutalmente:
1) Los dígitos en una boleta, y
2) Percatarme del pánico que me causa vitrinear en la sección de adultos.

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